Mi corazón arde, lo dicen las teclas de este ordenador y esta habitación repleta de libros. La música furibunda que rompe la calma de la tarde también lo dice: mi corazón arde como los últimos segundos de una bomba programada, como las calles de La Habana aquel verano de hace dos años, como los ojos rojos de un sábado por la noche.
Mi corazón arde y los periódicos siguen doblados sobre la mesita del salón: la tele y su icono mudo escupiendo imágenes sordas, la tarde alejándose por la ventana, la compra esparcida por el suelo, desparramándose por el suelo, escapando de las bolsas como hombres saltando de un edificio en llamas al vacío de la casa, al suelo frío del vacío de la casa mientras mi corazón arde.
Lo sabe todo el mundo. La calle explota. Es una sucesión de gritos, bocas y aplausos que estallan en las aceras, en los parques, en los ojos de la gente que me mira y que sabe que mi corazón arde. Todos lo dicen, todos lo saben: todos me hablan, me telefonean, me miran, me quieren, me animan, me susurran al oído que mi corazón arde, que la vida arde, que todo es fuego ahí afuera y ahora también dentro, que mi corazón arde como una herida de bala, como una mala noticia, como una pesadilla.
Lo dicen los médicos, la familia, mi mujer, los hospitales y los vasos vacíos. Mi corazón arde. Y se parece demasiado al miedo esto que escribo.
Yo no lo viví. Confieso que nunca
presté atención cuando en las tertulias familiares el tema salía a colación, y
mi abuela lloraba y su marido se cabreaba y amenazaba a un ser imaginario que habitaba su cabeza y
nuestro salón navideño, con aplastarle con sus propias manos como si de una
mosca se tratase.
Cuestión de suerte. Los que hemos
nacido después nada entendemos de esos arrebatos violentos, ni de esas escenas
dramáticas que tanta vergüenza producen en el adolescente confiado y cándido, indolente con lo que le
rodea, feliz como sólo un bobo es feliz.
La chica de la farmacia es
simpática y cortés, pero tiene prisa por despachar y se impacienta cuando el
datáfono no parece funcionar correctamente.
- Voy a ver si llevo dinero
suficiente.
La farmacia está llena, hoy toca
servicios mínimos, la huelga del sector sigue adelante y los allí presentes
parecen tomarse la situación con buen humor.
- ¿Quién es el último?
La señora que acaba de entrar
pregunta en voz alta y sin esperar contestación de nadie, se dirige hacia su
vecina a la que acaba de descubrir, entre la báscula y el cartel de un
antiácido, con el carro de la compra y las recetas en la mano. Las dos parecen
conservarse bien aunque deben rondar los 60 años, nada comparado con el hombre
que está justo detrás de ellas, que parece duplicarles la edad y que por un
momento, me ha dado la impresión que le miraba el culo a la recién llegada.
Suena un móvil. Siempre suena un móvil en todos los lugares: los cines, las bibliotecas,
las farmacias… El chico que lo coge es más joven que yo, quizás sea el único
que pueda afirmar eso, bueno, él y la chica que me atiende, pero no el señor de
mi izquierda, ni mucho menos el matrimonio que va detrás de mí; apostaría a que
ninguno baja de los 70, tan sólo la mujer del fondo y ese otro hombre que se
está tomando la tensión estarán alrededor de los 50, los demás, seguro que no.
El chico habla y le dice a su interlocutor que está llenísimo, que las cosas van
fatal, que eso le recuerda a lo que su abuelo le contaba de las cartillas de
racionamiento.
Por fin la dependienta amable
consigue pasar mi tarjeta y espera nerviosa para arrancar el ticket y dármelo
junto a la bolsa con mi medicamento. Media hora llevamos ya esperando, le dice
un hombre del fondo justo a otro señor que acaba de entrar y que tras unos
instantes de duda, decide marcharse. A mi lado, la mujer que iba delante de mí en
la cola, sigue hablando con otra de las dependientas que trata de explicarle que
no les queda de ese medicamento, que en todo caso puede buscar en otra farmacia
que esté de guardia o con servicios mínimos; la señora no lo entiende, lo
necesita urgentemente y otro hombre justo detrás de ella, harto de esperar,
irrumpe en una crítica feroz contra esta derecha política que va a arruinar el
país, que ya ni a las farmacias paga lo que les debe, que se van a quedar sin medicinas
y se van a morir en la calle cualquier día de estos, solos como perros. El
chico termina la conversación telefónica justo en el momento en que salgo a la
calle y mientras mantengo la puerta abierta para que entre otra persona más,
miro hacia dentro y sólo veo un montón de ciudadanos hacinados a la espera de un medicamento cada vez más
caro, como si la salud se hubiera convertido en un objeto de lujo al alcance de
unos pocos. ¡Seguid, seguid votándoles! dice con cierta sorna el hombre que se
estaba tomando la tensión, en el mismo momento en que cierro la puerta de la
farmacia.
Yo no lo viví. Nací después. Cuestión
de suerte como dije al principio. Cuando mis abuelos lo contaban, yo era un
adolescente confiado y cándido, indolente con lo que me rodeaba, feliz como
sólo un bobo es feliz.
"No me importa robar pan de las bocas de la decadencia
Pero no puedo alimentar la impotencia cuando mi taza está rebosante.
Pero está en la mesa y están cultivando bebés mientras los esclavos trabajan
La sangre está en la mesa y sus bocas se están asfixiando